Por Deddie Almodóvar Ojeda
No era una noche en bocanada de lobo, luna misteriosa o niebla cegante; era otra tarde regularmente calurosa en el cementerio privado de la ciudad.
Héctor siempre entraba a trabajar temprano para salir temprano- haya o no haya cadaver que enterrar- pero hoy le pidieron que se quedara más tiempo.
Casi nadie enterraba ahí, era muy caro como para gastar la fortuna en la muerte. Sin embargo, el muerto de hoy prometía. Su jefe le comentó que llegarían tarde con el féretro, porque los familiares practicaban ritos diferentes al cristianismo y necesitaban del caer del sol.
«Pagarán más» – escribió su jefe en la tarjeta del ponche asalariado.
Cuando por fin llegaron los allegados con la caja, encontraron a Héctor derretido encima de una tumba debido al excesivo calor que había ocurrido mientras esperaba.
Era la primera vez que sentía tal cosa. O por lo menos, no recordaba haber sufrido algo igual antes.
-«Traemos el cadaver de nuestro hermano. Se lo entregamos al sol para que nos lo devuelva de otra manera». Héctor no comprendió, se abanicó, observó a éste señor con atuendo lleno de soles, que le había dirigido la palabra y le mostró el camino hacia el hoyo estimado. Le siguieron.
De pronto, Héctor, sintió como desde la coronilla se le hervía el cerebro hasta bajarle por toda la columna un sentimiento de desgano, de vuelo, de muerte inevitable.
Él no sabía que fue parte del rito acordado por su jefe y estas personas.
Ya caído el sol – por fin- el cuerpo de Héctor fue revivido con el alma del antiguo caído.
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